RETOMANDO LA PREPARACION... (24)

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jueves, 3 de enero de 2008

Así vivía la España civil en 1938

Extracto del articulo de Gabriel Cardona EL MAGAZINE de EL MUNDO el 23-12-2007

(...)

Sin pan.

Cada día, el hambre. La República debía abastecer Madrid, Barcelona, Valencia y zonas muy pobladas. Y sin tener comida para tanta gente, porque las tierras de pan estaban en zona enemiga, como la mayoría del ganado y de la pesca. En cambio, la comida parecía sobrar a los franquistas que, en ocasiones, bombardeaban ciudades republicanas con panecillos. El «pan blanco de Franco» se convirtió en propaganda, acompañado de pasquines con aquello de: «Ni un español sin pan, ni un hogar sin lumbre». En cuanto llegaba al suelo, las hambrientas mujeres y niños se lo disputaban, sin ascos al pan del enemigo. Porque el hambre no tiene banderas.

Faltaban la carne y los cereales, amasándose cualquier cosa que pareciese harina. Los pescadores republicanos no se adentraban en el mar, que dominaba la flota contraria, y hasta tuvieron prohibido abandonar los puertos. El azúcar era casi un recuerdo y se endulzaba con miel, sacarinas… o con nada. Escaseaban las patatas, los garbanzos y las judías, aunque había algo de arroz y lentejas, «píldoras del doctor Negrín» ridiculizadas por los franquistas. Las había, pero escasas y mezcladas con piedrecillas, que debían separarse antes de ponerlas en la olla, pasándolas una a una con el dedo, como rezando un rosario laico.

En Barcelona, acabaron estofadas las palomas de la plaza de Cataluña, como antes las gaviotas de Bilbao. Las flores desaparecieron de los patios y jardines, que verdearon patatas y hortalizas. En los pueblos, pese a la intervención y las incautaciones, los campesinos ocultaban parte de la cosecha para la familia. En el mercado negro, el tabaco, el café, la leche condensada y las conservas se intercambiaban como si fueran dinero. Cuando era posible, se enviaban a los niños y los abuelos al campo para que los alimentaran los parientes. Y para ahorrarles los bombardeos, cada vez más violentos y frecuentes, sobre todo en Barcelona.

A precio de oro.

Mujeres, ancianos y niños hacían colas interminables con la ilusión de conseguir algo comestible, comprado a cualquier precio. Porque todo estaba tasado oficialmente, sin que la legalidad coincidiera con la vida. La docena de huevos estaba tasada a 17,50 pesetas y se pagaba a 110; el kilo de patatas, oficialmente a una peseta, valía 12; el litro de aceite de tres pesetas podía conseguirse a 100.

Todo podía comerse. El hambre, el mejor condimento conocido, generó la cocina de la escasez. Las mujeres freían mondas de naranja, hervían hojas de lechuga como si fueran espinacas, preparaban tortillas con harina y cáscaras de fruta, inventaban chuletas con puré espeso de algarrobas rebozado con pan rallado. El Madrid hambriento descubrió la «merluza a la evacuada», hecha de harina y despojos de pescado.

No faltaban las naranjas, el vino, uvas y almendras, pero el café era cebada tostada y, en ocasiones, cáscaras de cacahuete. El tabaco fue sustituido por hojas secas o tomillo y los colilleros, especialistas en auge, aprovechaban las puntas de cigarrillos ya fumados para liar otros nuevos, vendidos por unidades.

Los periódicos incluían recetas para cocinarlo casi todo y aparecieron organizaciones que gestionaban comedores colectivos. En Madrid los hubo para embarazadas, y en Barcelona La Gastronómica dispensó alimentos ajustados a un menú de guerra. Madrid, casi cercado, debía alimentar a numerosos refugiados, más las abundantes tropas en su cinturón defensivo. Barcelona padecía el desabastecimiento de toda Cataluña, con un millón de fugitivos, además de los numerosos funcionarios y militares llegados al trasladarse el Gobierno desde Valencia. En las ciudades faltaba el combustible y se quemaba cualquier cosa para cocinar y calentarse. En Madrid escaseaban la ropa y los zapatos, y una Junta Reguladora de Uso y Vestido clasificaba los artículos según su necesidad.

A veces llegaba leche en polvo o chocolate enviados por los cuáqueros norteamericanos y se desembarcaron toneladas de latas de carne rusa, mayoritariamente destinada al frente, porque el Gobierno quería alimentar a las tropas combatientes, aunque fuera a costa de la retaguardia.

Las cartillas de racionamiento se hicieron documentos preciosos, cuya pérdida suponía una catástrofe. Más de un funcionario procuraba mantener activas, en beneficio propio, las de los ausentes y los muertos.

El panorama era distinto en la zona franquista. Escaseaban los tejidos, pero no los alimentos esenciales: el café, el azúcar y hasta golosinas como la mermelada, las latas de marisco, el chocolate o las galletas. Había tabaco, aunque faltaban las mechas de chisquero y el papel de fumar, cuyas fábricas estaban en Alcoy (Alicante). La presencia de soldados marroquíes supuso la llegada de comerciantes moros que vendían a la tropa en pleno frente y, cuando se conquistaba una población, instalaban en la calle sus bakalitos con tabaco, comida y hasta costosos artículos, que nadie sabía de dónde habían salido.

En este llamado «II Año Triunfal», muchos adinerados refugiados en la zona de Franco vivían realquilados en Burgos o Valladolid, pero otros recuperaban su nivel de vida. San Sebastián, rebautizado Sansestabién, era la capital del buen vivir y había tantos catalanes en el barrio de Gros que lo llamaban La Barceloneta. En los grandes restaurantes, La Nicolasa, Iruña y Salduba, habían puesto de moda los platos de rape, al que los vascos despreciaban y llamaban «sapo».

Imitando a Alemania, se impuso el «Día del Plato Único». Desde noviembre de 1936, en la comida y la cena de todos los hoteles, restaurantes y casas de comidas, los días 1 y 15 de cada mes, debía servirse un solo plato y un postre, entregando el dinero ahorrado para la pública beneficencia. La prohibición no convenció a las orondas clases superiores, cuya picaresca impuso servir cocido los días reglamentarios, comiéndolo todo, sopa, carne, garbanzos y patatas en el mismo plato (único, naturalmente). Por si fuera poco, se organizaban banquetes con cualquier excusa y con tal exceso que el ministro del Interior, Ramón Serrano Suñer, en una nota del 1 de junio, pidió a las autoridades que redujeran tanta euforia alimenticia.

Se extendían las enfermedades carenciales entre los republicanos de a pie, que se volvieron secos y macilentos. Además de la Cruz Roja y los respectivos cuerpos de Sanidad Militar, sindicatos y cooperativas prestaban numerosos servicios sanitarios y de beneficencia a los republicanos, mientras el Auxilio Social, el Auxilio de Invierno, las Mujeres de Frentes y Hospitales y la Obra de Asistencia al Frente, vinculadas a la Falange, se distinguían en la zona franquista, sobrepasando a las instituciones de la Iglesia.

Existía una inflación reducida porque los salarios se habían contenido y los soldados no cobraban. En cambio, los precios se habían disparado en la zona republicana por el pago de sueldos a los milicianos y soldados y el incremento de los jornales en torno al 15%. La contienda ya cansaba hasta a los vencedores.

(...)

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Ahora entendemos la mala fama (injusta) que durante décadas han tenido las lentejas en España...Salu2 desde un cibercafé bien abastecido de todo ¡por ahora!

Nuevo superviviente urbano dijo...

Cibercafes... refugio de inadaptados y todo tipo de conspiranoicos, apocalipticos, etc...

Esperemos que aguanten el tiron, aunque yo les auguro un brillante futuro.

Nuevo superviviente urbano dijo...

...por cierto, hoy estoy revisando mi blog desde un "ciber-cafe gratuito" (la biblioteca).

En los tiempos que vivimos hay que aprovechar todos los recursos a nuestro alcance.

¡Vivan las bibliotecas públicas y los ciber-cafés!!!